La anorexia está de moda
Están de moda desde hace años las niñas esqueléticas y altísimas que sólo desde esa condición pueden exhibir debidamente las arbitrariedades de las pasarelas.
Sin esas niñas estiradas que crujen mientras se contonean el sindicato de la moda no podría lucir sus colorinches y marranadas, sus cursilerías versacescas, sus largos estuches sobreestimados por las revistas que viven del negocio y las mafias colaterales de la industria.
Y el negocio consiste, aunque parezca mentira, en que todo el mundo mire más a esos maniquíes cadavéricos a punto de desarbolarse y menos los detalles, muchas veces chirriantes, de una ropa que nadie ha visto ni verá en la calle ni en la percha de las niñas comunes de cada día. Y que tan sólo verá cruzando una alfombra roja a la hora de un Oscar o a la salida de una fiesta en algún Ritz.
Porque la ropa de esos desfiles es a la cotidianidad lo que un Maseratti a la autopista y sólo sirve para crear una atmósfera imposible de imitarse y un complejo de inferioridad que es parte crucial del negocio.
En efecto, la mayoría de las mujeres, expulsadas de la posibilidad de lucir como esas palmeras debilitadas que plagan Fashion TV, compran, para cobrarse la revancha, los perfumes, cosméticos y accesorios de la marca soñada. Ese es el verdadero rubro del negocio. Los desfiles sirven para marcar el territorio, abrir el apetito y producir el mecanismo de la emulación compulsiva.
En el comienzo del proceso están, entonces, las niñas de la lechuga y el tomate, la manzana y los tomates, el tomate y los melones, las niñas hiperactivas porque están llenas de estimulantes y sustitutos, las niñas de narices más que inauguradas (porque de alguna parte hay que sacar combustible para tanto viaje y tanta mala noche).
Muchas de ellas empiezan quitándose el alimento por miedo a perder el empleo porque la mafia les hace saber que hay una cola de calaveras esperando su turno y terminan haciendo de la inapetencia un placer suicida y de los ruidos intestinales una señal de que todo anda bien.
La mafia maricueca las incita a conservar ese aspecto radiográfico porque sus diseños están hechos, precisamente, para mujeres idealizadas, niñas crónicas y espigadas que miran a la cámara como si de un pedófilo se tratara, niñas-niños que cultivan su ceñida ambigüedad prescindiendo de tetas, cualquier asomo de vientre y todo forro carnal sobre hombros o espalda.
Un par de kilos de más pueden significar el desempleo o la demostración de que no se tiene el carácter suficiente para mantenerse en el negocio. Y el negocio mueve billones de dólares, por lo que toda indisciplina se juzga como un agravio.
La anorexia es, entonces, una imposición laboral, primero, y una coartada para morirse, después. Pero para morirse en forma, con cara a lo Modigliani y aspecto de niña premenstrual. Para morirse bella, como una espiga doliente que pudo ser y que la moda interrumpió. La anorexia es un suicidio bañado en perfume, un frasco delicado hecho añicos, la negación de la carne trémula y el homenaje, con aspecto de huelga de hambre, al paganismo occidental de la imagen.
(cesar hildebrandt).